Discurso de
Gabriel García Márquez en su homenaje en Cartagena durante la jornada inaugural
del IV Congreso Internacional de la Lengua Española:
"Ni en el más delirante de mis sueños, en
los días en que escribía Cien Años de Soledad, llegué a imaginar que podría
asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares.
Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi
cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a
todas luces una locura. Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto
hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de
lectores, y hacia un artesano, insomne como yo, que no sale de su sorpresa por
todo lo que le ha sucedido. Pero no se trata ni puede tratarse de un
reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de
que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua
castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad no
son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer
libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de
lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este
alimento. No sé a qué horas sucedió todo. Sólo sé que desde que tenía 17 años y
hasta la mañana de hoy, no he hecho cosa distinta que levantarme temprano todos
los días, sentarme frente a un teclado, para llenar una página en blanco o una pantalla
vacía del computador, con la única misión de escribir una historia aún no
contada por nadie, que le haga más feliz la vida a un lector inexistente. En mi
rutina de escribir, nada he cambiado desde entonces. Nunca he visto nada
distinto que mis dos dedos índices golpeando, una a una y a un buen ritmo, las
28 letras del alfabeto inmodificado que he tenido ante mis ojos durante estos
setenta y pico de años. Hoy me tocó levantar la cabeza para asistir a este
homenaje, que agradezco, y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué
es lo que me ha sucedido. Lo que veo es que el lector inexistente de mi página
en blanco, es hoy una descomunal muchedumbre, hambrienta de lectura, de textos
en lengua castellana. Los lectores de Cien Años de Soledad son hoy una
comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte
países más poblados del mundo. No se trata de una afirmación jactanciosa. Al
contrario, quiero apenas mostrar que ahí está una gigantesca cantidad de
personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta
para ser llenada con mensajes en castellano. El desafío es para todos los
escritores, todos los poetas, narradores y educadores de nuestra lengua, para
alimentar esa sed y multiplicar esta muchedumbre, verdadera razón de ser de
nuestro oficio y, por supuesto, de nosotros mismos. A mis 38 años y ya con
cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté ante la máquina de
escribir y empecé: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo". No tenía la menor idea del significado
ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es
que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses, hasta que terminé el
libro. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel
para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores
de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de
creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de
la basura para empezar de nuevo. Con el ritmo que había adquirido en un año de
práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para
terminar. Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas
y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos,
entre ellos "La región más transparente", de Carlos Fuentes;
"Pedro Páramo", de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don
Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la
novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y
después en tinta roja, para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una
mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. Pocos años después, Pera me
confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí,
resbaló al bajarse del autobús, con un aguacero diluvial, y las cuartillas
quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi
ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por
hoja, con una plancha de ropa. Lo que podía ser motivo de otro libro mejor,
sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo, con nuestros dos hijos, durante ese
tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo
hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la
casa. Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que
nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte
de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que
apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de
los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su
ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes
de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de
novillero: "Todo esto es puro vidrio". En los momentos de
dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su
paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: "Podemos pagarle todo
junto dentro de seis meses". "Perdone señora –le contestó el
propietario–, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?".
"Me doy cuenta –dijo Mercedes, impasible–, pero entonces lo tendremos todo
resuelto, esté tranquilo". Al buen licenciado, que era un alto funcionario
del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos
conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora, con
su palabra me basta". Y sacó sus cuentas mortales: "La espero el 7 de
setiembre (sic)". Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo
fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México, para enviar a Buenos
Aires la versión terminada de Cien Años de Soledad, un paquete de 590
cuartillas escritas a máquina, a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas
a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Suramericana. El empleado
del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo:
"Son 82 pesos". Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que
le quedaban en la cartera, y se enfrentó a la realidad: "Sólo tenemos
53". Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una
a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para
mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la
primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para
mandarla, ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso
de leer la primera mitad del libro, nos anticipó dinero para que pudiéramos
enviarla.. Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy.
Muchas gracias"
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